Si pudiera te partía en pedazos, y te comía mientras se pudiera.
Si fuera capaz te lo explicaba todo y luego lo olvidaba, para ver si tú me lo explicarías también.
Si las cosas fueran distintas me embarraba con tu sangre tibia en un día que comienza a refrescar, y miraba de cerca los charcos, buscando recuerdos.
Si pudiera controlaba mejor mis sueños y los llevaba por los caminos de los gritos y las risas reventadas que salpican voces suaves, suspirantes, y perturbadoras, que dan siempre los malos consejos.
En un universo alterno, seguro lo estoy haciendo.
El sol entra por el tragaluz y me dice que ya es demasiado tarde para bañarme, pero que todavía alcanzo a ir a trabajar. Apenas se despiertan lentos los sentidos cuando siento el sabor a muerto en mi boca/la extracción de la muela/ las pulsadas que secundan/ la sangre que escurrió la noche/ el olor a podrido. El coche enciende, agarra hebra y no encuentro luces rojas. Pienso en mi sueño, pienso en la ex novia a la que no le cumplí la fantasía simple de tratarla como prostituta, porque al final ya nunca tuvimos dónde coger y no por otra cosa. Paso por enfrente de su casa a diario aunque para ello tenga que desviarme cinco calles, y, también diario, considero el bajarme, mirarla por la ventana, masturbarme sobre su puerta y embarrarme en su perilla. Pienso en cachetear, golpear, escupir y ver sangrar su nariz. Pienso en orinar sobre su abdomen; y en ese sentido de pertenencia que se le da a todas las cosas, y a veces también a las personas… no, al carajo el “a veces”; pienso en esa forma de marcar territorio y en cómo cada que voy a otro estado no puedo dejar pasar la oportunidad de orinar los lava manos en cada establecimiento y casa en la que me encuentro; Y en cómo el sentir el olor de una mujer impregnado en las sábanas vuelve menos efímero el recuerdo de sus gestos y sus gemidos, lo ancla y hace que hunda la nariz en la cama mientras me aprieto la verga. El olor siempre será mío.
Y el trabajo siempre está ahí, como todo, y llego extremadamente tarde, como a todo, pero a nadie parece importarle o no se toman la molestia porque saben que tampoco me importa gran cosa. Mi lugar en la máquina me espera. Como de costumbre logran cubrirme sin que se note mi ausencia, siempre me he preguntado por qué existirá mi puesto cuando soy absolutamente prescindible. Yo creo que alguien un día dijo que para ese trabajo se necesitaban siete personas; pero entonces pasaron los años, la tecnología avanzó y cada vez se necesitaron menos empleados para realizar el trabajo, sólo que nadie lo notó, o nadie se puso a analizarlo… o tal vez es por el sindicato. Lo más seguro.
Cada vez que la máquina baja y dobla el enorme pedazo de metal que me encargo de clasificar me pongo a pensar en lo endeble de las cosas, y en que los principios son una cosa ridícula a la que nos afianzamos mientras no se vean acometidos por grandes tentaciones. En el fondo siempre he creído que los principios están para ser derribados por situaciones que acaricien bien los huevos, billetes que nos llenen las manos, alcohol que escurra por nuestras gargantas, o pastillas que se posen sobre nuestras lenguas dejando de inmediato ese regusto tan conocido.
El sonido de la planta anuncia la hora de comer, la plasta de puré y el pedazo de carne caen en el plato, el refresco cae después de recibir mi moneda y todo resbala por mi garganta para luego levantarme y presenciar una placa de metal, y otra, y otra, y otra, y otra siendo dobladas una a una, sin la menor resistencia, a lo largo de la jornada. De esta jornada diaria, que se estacionado, a sus anchas, a lo largo de cinco años.
El cajero automático engulle mi tarjeta y me escupe unos billetes que, aunque escasos, me llenan los ojos; y los huevos se me ponen necios y la cabeza caliente. Seven Eleven, cigarros/chicles/mezcal. La idea de una puta en la cabeza, una que se parezca a mi ex novia y que me deje orinarle la cara y el abdomen. Enciendo el coche, lo dirijo al burdel como si tuviera piloto automático porque hoy es viernes y él ya sabe qué hacer, sólo le acarician el cofre y le insertan algo de gasolina para que empiece a ronronear y esté al tanto de que hoy es viernes y tocan putas; así que empino el bote de plástico y bebo largo, como cada fin de semana.
Y me doy cuenta que, al parecer, entre trago y trago las costumbres se vuelven tan endebles como los principios, porque me desvío cinco calles, me saco la verga y me empiezo a masturbar en el portal de su casa, entonces le arrojo una piedra a la ventana, que quiebro, para que ella salga a verme y “¡Querías que te dijera puta, eh!, ¡Pues ya está!, ¡Puta de mierda!”, y no sólo sale ella sino también su nuevo novio, que aunque no es tan intimidante lleva la ventaja de no estar borracho, así que cuando me voy a correr en su puerta recibo un golpe en la boca que me hace que salga volando hacia atrás y que termine corriéndome sobre las plantas. Y luego siento unas patadas y ya no sé qué más, aunque supongo que son hemorragias internas; yo la veo mientras ella mira asustada pero llena de morbo. No la puedo culpar, siempre fue así la muy culera; y de pronto todo se pone muy lento y ya ni siquiera duele, yo trato de imaginarme todo el numerito con una canción de esas que anuncian que algo trágico está pasando, pero por más que lo intento no lo logro, porque me quedo en las patadas, en las estrellas, en la sangre en mi boca, en sus ojos, en mi verga flácida aún asomando por la bragueta, en la orina que escurre por mi pantalón, y en ese pensamiento acerca de ese momento justo en que los sentimientos nacen para luego crecer, pudrirse, tergiversarse, pero rara vez morir.
- ¿Sabes las cosas que le gustaban a la muy puta?- le digo/pregunto entre ataque y ataque.
Entonces empieza a patearme con más fuerza, en lo que yo le platico con lujo de detalle todo lo que alcanzo, hasta que la sangre llena mi garganta, y sale por mi boca. Las estrellas se hacen cada vez más chiquitas y oscuras, los golpes más secos.
… al menos oriné su jardín. Y eso nadie me lo quita.
Forastero Hdz
05/12/2011
Si fuera capaz te lo explicaba todo y luego lo olvidaba, para ver si tú me lo explicarías también.
Si las cosas fueran distintas me embarraba con tu sangre tibia en un día que comienza a refrescar, y miraba de cerca los charcos, buscando recuerdos.
Si pudiera controlaba mejor mis sueños y los llevaba por los caminos de los gritos y las risas reventadas que salpican voces suaves, suspirantes, y perturbadoras, que dan siempre los malos consejos.
En un universo alterno, seguro lo estoy haciendo.
El sol entra por el tragaluz y me dice que ya es demasiado tarde para bañarme, pero que todavía alcanzo a ir a trabajar. Apenas se despiertan lentos los sentidos cuando siento el sabor a muerto en mi boca/la extracción de la muela/ las pulsadas que secundan/ la sangre que escurrió la noche/ el olor a podrido. El coche enciende, agarra hebra y no encuentro luces rojas. Pienso en mi sueño, pienso en la ex novia a la que no le cumplí la fantasía simple de tratarla como prostituta, porque al final ya nunca tuvimos dónde coger y no por otra cosa. Paso por enfrente de su casa a diario aunque para ello tenga que desviarme cinco calles, y, también diario, considero el bajarme, mirarla por la ventana, masturbarme sobre su puerta y embarrarme en su perilla. Pienso en cachetear, golpear, escupir y ver sangrar su nariz. Pienso en orinar sobre su abdomen; y en ese sentido de pertenencia que se le da a todas las cosas, y a veces también a las personas… no, al carajo el “a veces”; pienso en esa forma de marcar territorio y en cómo cada que voy a otro estado no puedo dejar pasar la oportunidad de orinar los lava manos en cada establecimiento y casa en la que me encuentro; Y en cómo el sentir el olor de una mujer impregnado en las sábanas vuelve menos efímero el recuerdo de sus gestos y sus gemidos, lo ancla y hace que hunda la nariz en la cama mientras me aprieto la verga. El olor siempre será mío.
Y el trabajo siempre está ahí, como todo, y llego extremadamente tarde, como a todo, pero a nadie parece importarle o no se toman la molestia porque saben que tampoco me importa gran cosa. Mi lugar en la máquina me espera. Como de costumbre logran cubrirme sin que se note mi ausencia, siempre me he preguntado por qué existirá mi puesto cuando soy absolutamente prescindible. Yo creo que alguien un día dijo que para ese trabajo se necesitaban siete personas; pero entonces pasaron los años, la tecnología avanzó y cada vez se necesitaron menos empleados para realizar el trabajo, sólo que nadie lo notó, o nadie se puso a analizarlo… o tal vez es por el sindicato. Lo más seguro.
Cada vez que la máquina baja y dobla el enorme pedazo de metal que me encargo de clasificar me pongo a pensar en lo endeble de las cosas, y en que los principios son una cosa ridícula a la que nos afianzamos mientras no se vean acometidos por grandes tentaciones. En el fondo siempre he creído que los principios están para ser derribados por situaciones que acaricien bien los huevos, billetes que nos llenen las manos, alcohol que escurra por nuestras gargantas, o pastillas que se posen sobre nuestras lenguas dejando de inmediato ese regusto tan conocido.
El sonido de la planta anuncia la hora de comer, la plasta de puré y el pedazo de carne caen en el plato, el refresco cae después de recibir mi moneda y todo resbala por mi garganta para luego levantarme y presenciar una placa de metal, y otra, y otra, y otra, y otra siendo dobladas una a una, sin la menor resistencia, a lo largo de la jornada. De esta jornada diaria, que se estacionado, a sus anchas, a lo largo de cinco años.
El cajero automático engulle mi tarjeta y me escupe unos billetes que, aunque escasos, me llenan los ojos; y los huevos se me ponen necios y la cabeza caliente. Seven Eleven, cigarros/chicles/mezcal. La idea de una puta en la cabeza, una que se parezca a mi ex novia y que me deje orinarle la cara y el abdomen. Enciendo el coche, lo dirijo al burdel como si tuviera piloto automático porque hoy es viernes y él ya sabe qué hacer, sólo le acarician el cofre y le insertan algo de gasolina para que empiece a ronronear y esté al tanto de que hoy es viernes y tocan putas; así que empino el bote de plástico y bebo largo, como cada fin de semana.
Y me doy cuenta que, al parecer, entre trago y trago las costumbres se vuelven tan endebles como los principios, porque me desvío cinco calles, me saco la verga y me empiezo a masturbar en el portal de su casa, entonces le arrojo una piedra a la ventana, que quiebro, para que ella salga a verme y “¡Querías que te dijera puta, eh!, ¡Pues ya está!, ¡Puta de mierda!”, y no sólo sale ella sino también su nuevo novio, que aunque no es tan intimidante lleva la ventaja de no estar borracho, así que cuando me voy a correr en su puerta recibo un golpe en la boca que me hace que salga volando hacia atrás y que termine corriéndome sobre las plantas. Y luego siento unas patadas y ya no sé qué más, aunque supongo que son hemorragias internas; yo la veo mientras ella mira asustada pero llena de morbo. No la puedo culpar, siempre fue así la muy culera; y de pronto todo se pone muy lento y ya ni siquiera duele, yo trato de imaginarme todo el numerito con una canción de esas que anuncian que algo trágico está pasando, pero por más que lo intento no lo logro, porque me quedo en las patadas, en las estrellas, en la sangre en mi boca, en sus ojos, en mi verga flácida aún asomando por la bragueta, en la orina que escurre por mi pantalón, y en ese pensamiento acerca de ese momento justo en que los sentimientos nacen para luego crecer, pudrirse, tergiversarse, pero rara vez morir.
- ¿Sabes las cosas que le gustaban a la muy puta?- le digo/pregunto entre ataque y ataque.
Entonces empieza a patearme con más fuerza, en lo que yo le platico con lujo de detalle todo lo que alcanzo, hasta que la sangre llena mi garganta, y sale por mi boca. Las estrellas se hacen cada vez más chiquitas y oscuras, los golpes más secos.
… al menos oriné su jardín. Y eso nadie me lo quita.
Forastero Hdz
05/12/2011
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